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domingo, 18 de junio de 2017

El primer amor

Hay dos robles secos en el centro de un pueblo. El día que los vi hacía calor y no soplaba el viento. Dejé la mochila en el suelo y me senté en uno de los bancos frente a ellos, a la sombra de los edificios a mis espaldas. Era una plaza extraña la de ese pueblo, cubierta de césped y sin más árboles que los dos robles muertos. Una mujer se sentó a mi lado y me ofreció agua.

-Hay que ser cortés con los viajeros -dijo, como si yo necesitara alguna explicación para aceptar un vaso de agua fresca tras toda una mañana caminando bajo el sol.

Bebí. Al acabar, la mujer cogió de nuevo el vaso y me preguntó:

-¿Sabes por qué están secos?

-Espero que no sea porque toda el agua del pueblo se destine a saciar la sed de senderistas como yo.

La mujer sonrió y negó con la cabeza.

-Aquí el agua no es problema -dijo haciendo un gesto con el brazo, dirigiendo mi atención al verde césped de la plaza incluso en pleno verano.

Me fijé mejor en los árboles. No parecía que les hubiera alcanzado ningún rayo. No estaban quemados ni rotos. La madera era grisácea y en lugar de hojas había una docena de pájaros descansando sobre sus ramas. El suelo a su alrededor estaba abultado, como si los hubieran intentado arrancar de raíz. Estaban ligeramente inclinados.

-¿Un temporal? -me aventuré a decir.

-¿Qué temporales hay donde vives tú que inclinan los árboles en sentidos opuestos? No fue un temporal. Esta es otro tipo de historia. Escucha:

Ella era una niña de la zona. Como sus padres. Como sus abuelos. Como yo. Él, un niño extranjero de visita. Un poco como tú. Este era su lugar favorito del valle, donde se cogieron de la mano por primera vez y prometieron casarse cuando fueran mayores, bajo la sombra de los robles que ellos mismos acababan de plantar. Al final del verano, el niño regresó a la ciudad, pero prometió volver al año siguiente.

Ese invierno la familia de la niña abandonó el valle. Padre había encontrado trabajo en las fábricas. La niña lloró durante días y creyó que jamás volvería a ser feliz. Pero al ocurrió lo que siempre ocurre cuando tienes siete años: la niña hizo nuevos amigos en la ciudad y no tardó en olvidarse del niño con el que había plantado unos robles en su lugar favorito del valle el verano anterior.

Regresó muchos años después para el entierro de su abuela: allí había nacido y allí iba a descansar. Le tocó a ella hacer sonar las campanas: era la única con el tamaño adecuado y la agilidad suficiente para subir las estrechas escaleras hasta el campanario. Desde allí arriba vio un claro. Y en medio del claro, dos robles. Entonces recordó.

Eran robles jóvenes, como ella. Pero lo suficientemente grandes como para que en sus troncos se pudieran tallar mensajes con navaja.

A diferentes alturas y con letra cada vez más pulcra había decenas de fechas, tantas como veranos habían pasado desde que en ese claro del bosque un niño había prometido casarse con ella. Al lado de cada fecha, una pregunta: ¿vendrás?

El mensaje más reciente tenía casi un año. Junto a la fecha de ese mismo verano y estaba la misma pregunta. Pensó en tallar un tosco “sí” bajo la inscripción, pero no tenía nada lo suficientemente afilado con lo que escribir. Además, prefería poder decir “sí” de viva voz, en persona.

Entonces estalló la Gran Guerra. Él no apareció.

A fuerza de la práctica, ella se hizo experta en tallar la madera. Llenó la corteza de preguntas que los propios árboles terminarían por borrar. Cuando las manos perdieron la fuerza necesaria para tallar, se dedicó a sentarse a la sombra de los robles bajo los que algún día se iba a casar. En otra vida, quizás.

Murió aquí y aquí la enterraron, bajo su árbol. Aquí había vivido junto a su marido y sus hijos y sus nietos. Nadie dijo una palabra. Se sentaron en el césped a la sombra de los robles y escucharon el silencio denso de las hojas un día sin viento.

Cuando la última palada de tierra quedó compactada, ocurrió.

Hubo un murmullo creciente, de tormenta que se acerca. Pero el día era soleado, como hoy. Además, el ruido no venía del cielo, sino de la tierra. Era un ronroneo débil que pronto se convirtió en vibración imposible de obviar. Y mientras muchos miraban al suelo, el marido sabía dónde mirar.

Las ramas de los robles en lo más alto de las copas no se llegaban a tocar. Una franja cada vez más pequeña de cielo azul los había separado siempre. Con que el viento las meciera un poco habrían entrado en contacto.

Pero no había viento, y ellos ya se habían cansado de esperar.

Hubo un crujido tremendo y gritos de horror. Los niños pequeños lloraron y decenas de pájaros salieron volando. El suelo se levantó. Y arriba, en el cielo, las ramas chocaron.

-Por fin reunidos, los árboles murieron -dijo la mujer, levantándose del asiento-. Ahora ya sabes por qué están secos. Buena suerte en lo que te queda de camino.

Yo le di las gracias y me tomé unos minutos para contemplar los árboles ese día soleado y sin viento. Al final me levanté y retomé la marcha, dejando atrás ese pueblo erigido alrededor de dos robles suicidas. En su abrazo de ramas hay una historia de amor.   

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