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viernes, 27 de octubre de 2017

Duunvirato

Desenvaina la espada. Buen momento para hacerlo, acorralado como está contra la pared de la sala del trono. El ejército enemigo cierra filas en torno a él, pero guarda todavía una distancia prudencial. No quieren perder ningún hombre a no ser que sea imprescindible. No por algo así. 

-Ya has creado el suficiente alboroto, muchacho. Entrega tu espada. 

Es el rey quien habla. Otto von Bon, médico de profesión, descubridor de la pierna izquierda. 

-Ríndete ahora y seré benévolo para contigo -continúa-. No merece la pena morir por una nimiedad así. 

-Habéis mancillado mi honor. Eso no es ninguna nimiedad.

El rey se señala el pecho y mira a sus soldados con cara de sorpresa. 

-¿Mancillado yo? -pregunta, casi ofendido. Después su rostro se vuelve duro. Su tono, grave-. Yo soy el rey, muchacho. Mi palabra es verdad. Y si yo digo que eres un...

Nuestro héroe aprieta los dientes y alza la espada. Doce arcos se tensan. Doce puntas de flecha apuntan a su corazón. El rey hace un gesto. 

-No. Todavía no. Ríndete, muchacho. Se me está acabando la paciencia. Ríndete ahora o... 

-Vale -dice nuestro héroe.

-¿Qué?

-Que sí, que me rindo.

Ante la sorpresa general, nuestro héroe arroja la espada contra el suelo. Se rompe en mil pedazos, más o menos. Y es que las espadas de cristal son terriblemente quebradizas. Eso sí, a la hora adecuada del día, cuando el sol incide con el ángulo correcto, le arranca unos brillos difíciles de igualar. ¿Merecía la pena llevar esa espada sólo por esos pequeños momentos de belleza absoluta? Ahora nuestro héroe se da cuenta de que no.

-Bueno, pues venga, que alguien le ate las manos, no vaya a ser que intente jugárnosla a traición.

Nuestro héroe ofrece sus manos juntas para que se las aten. Todo se ha acabado. Ah, pero los más observadores se habrán fijado en esa sonrisa ladeada y en el brillo inteligente de sus ojos. Habrán notado también el guiño a cámara. Un esbirro comienza a dar vueltas a una cuerda alrededor de las muñecas de nuestro héroe. Ata con firmeza un nudo y le da el visto bueno al rey.

-¡Jai-yah! -grita el héroe a la vez que se deshace de las ataduras con un fluido movimiento. 

Y es que entre las manos se había guardado un trozo de cristal de esa espada que había roto antes, ¿os acordáis? Y se ha cortado un poco también los dedos y sangra bastante, pero al menos está libre.

-¡Maldita sea! -grita Otto von Bon-. ¡Matadlo! ¡Matadlo mucho, por Dios!

Pero nuestro héroe tiene otras intenciones. ¡Pimba! Una patada que se lleva por delante a cuatro hombres. ¡Pachunk! Un puñetazo a la sien y una cabeza que sale volando. ¡Strundkslkj! Un escupitajo que se mete en los ojos de un arquero y las flechas matan a seis de sus compañeros. ¡Blop! Alguien sentado en un retrete tres pisos más arriba, ajeno a la batalla, un mero alivio cómico.

Nuestro héroe despacha a todos los malos en cuestión de segundos. Y ahora es él quien acorrala al sucinto* Otto von Bon.

*sucinto: que está expresado de manera breve, concisa y precisa. El autor nos hace saber con ese adjetivo que Otto von Bon es una persona de corta estatura. Para nada ha puesto esa palabra porque le ha venido a la mente de forma espontánea y al buscarla en el diccionario ha comprobado que podía usarla a modo de descripción, no. La mera duda ofende sobremanera al autor, gran persona él, por cierto. 

-No me mates -suplica-. Puedo darte lo que quieras. Pídeme lo que quieras. 

-Quiero tu vida.

-Así que quieres vivir como yo, ¿eh, bribón? ¿Vivir a cuerpo de rey, literalmente? Hecho. Es más: seamos reyes juntos. Haré poner un trono a la vera del otro. Haremos, perdón -se corrige el rey-. Tú y yo juntos seremos invencibles, baby. 

-No. Quiero tu vida, pero no la quiero para mí. Sólo quiero abrir un pequeño agujero en tu cuello y pedirle a tu vida que salga un momento a jugar.

¡Ras! Con las manos desnudas nuestro héroe desgarra la garganta del rey. Venga, más sangre, alegría. Cómo se nota que él no tiene que limpiar. Pobre señora de la limpieza, que entra en el salón del trono diez minutos después y se encuentra a nuestro héroe de cuclillas, intentando recoger uno a uno los casi mil pedazos en los que ha estallado su espada.

-Anda -dice-, ya lo hago yo.

Y él se sienta en el trono mientras ella los barre todos hacia el recogedor. Se fuma un cigarro. 

-¿Y todo esto a santo de qué? -pregunta la mujer de la limpieza-. Tanta muerte, tanta destrucción. Qué pena más grande, macho. 


Y nuestro héroe, a la sazón nuevo rey, expulsa el humo y se pierde en los recuerdos pasados. Recuerdos de hace veinte minutos, y dice:

-Que sirva esto de lección. Que todos estos cadáveres sirvan de aviso para quien ose decir que yo soy un parguela. 

Y la señora de la limpieza deja de barrer durante un segundo y se apoya en la escoba para decir: 

-Pero lo eres, señor. De los Parguela de toda la vida. 

Y nuestro héroe se da una palmada en la frente y exclama: 

-¡Tate! Qué cabeza la mía, había olvidado mi apellido. Qué se le va a hacer. 

Mira a cámara y se encoge de hombros Freeze frame. Risas enlatadas. Títulos de crédito. The end. 

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