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viernes, 27 de octubre de 2017

Procrastinar

Te juro que es así cómo pasó. Que Dios no descansó al séptimo día. Qué va. Fue el cuarto cuando se levantó sin ganas de trabajar, habiendo hecho ya la Tierra y el Cielo, separado la luz de las tinieblas, creado los mares y puesto en órbita el Sol. Había también creado la hierba para poder tumbarse en el suelo sin llenarse la túnica de tierra. Y, creado el Sol y la luz, creó también los árboles para tener algo de sombra. Bajo un manzano descansaba Dios ese cuarto día. Y descansaba porque su obra le había quedado bastante bonita, la verdad. Incluso había creado las estrellas a modo de pasatiempo para las noches en las que no pudiera dormir. Así tendría algo que contar hasta que le entrara el sueño.

Entonces a Dios le entró el hambre. Creó en ese momento la gravedad, y con ella las cuatro leyes de Newton. A saber: la de la inercia, la fundamental de la dinámica, la de acción-reacción y la de que la manzana no cae lejos del árbol. Se aseguró de incluir esa última más que nada para no tener que levantarse e ir a buscar la manzana colina abajo. No contaba con las implicaciones metafórico-hereditarias que conllevarían esa cuarta ley. En todo caso, alargó la mano y cogió la manzana. Le dio un mordisco. Escupió.

Dios miró a un lado y a otro, subrepticiamente, y con ello inventó también la pedantería. Quería asegurarse que nadie lo veía. Qué cabeza la suya: ¿quién lo iba a ver, si él era el único ser con ojos de todo el universo? Sabiéndose a solas, se deshizo de la asquerosa manzana lanzándola lo más lejos posible, que para un ser omnipotente es bastante lejos, sí.

Sin tiempo que perder, el quinto día creó a toda prisa los peces para así tener algo que comer. Cometió el error de poner un cero de más a la derecha de la coma, convirtiendo así los huesos en finas y afiladas espinas. Hizo también a todo correr a los animales. Hay ahí también hilarantes contradicciones, como que el enfrentamiento en carrera entre una liebre y una tortuga siempre caiga del lado de la tortuga. Todo por no fijarse en qué columna marcaba con una equis.

Acariciaba Dios una ardilla entre sus manos el séptimo día cuando el bichejo salió despedido por no sabe Dios qué fuerza sobrenatural. Planeó por el aire y cayó veinte metros más allá. Creó Dios entonces las distancias, claro, y sintió la necesidad de tener alguien a quién contarle lo que acababa de pasar. De un palo hizo al hombre y con él jugaron a lanzarse la ardilla. Cuando se cansó creó a la mujer para que el hombre le dejara un poco en paz. Esa noche, la mujer le preguntó a Dios.

-¿Qué es eso de ahí, en el cielo?

-Las estrellas -dijo Dios.

-No, esa bola a la que le falta un cacho. Parece uno de los frutos de ese árbol.

-Eh... -dijo Dios, tremendamente nervioso-. No, mujer -rió-. No seas tonta. ¿Qué va a ser eso una manzana a la que alguien le haya dado un mordisco y haya querido deshacerse de ella? Eso es la... Es una... Uhmm... Es la Luna. Eso es lo que es, sí. La Luna. 

-Ya -dijo la mujer, poco convencida-. ¿Podemos comer entonces de ese árbol?

-Claro, claro.

-¿Y no nos pasará nada?

Dios negó con la cabeza, apretando mucho los labios, ocultando de mala manera la mentira.

Y fue así como Dios creó la Luna y cómo se vengó de la mujer por cuestionar su poder.  Y si no me crees, demuéstrame lo contrario, ya que tanto amas a tu querida ciencia. 

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